sábado, 31 de julio de 2010

Cuentos de Palmira


Érase que se era una doncella llamada Virginia que habitaba en la pequeña y lejana isla de Palmira. No era ni muy guapa ni muy fea, pequeña y de apariencia débil, pero de gran fortaleza mental. Tenía un corazón mixto: frágil pero de fuerte latir. A Virginia le gustaba la paz de Palmira y sus gentes, a pesar de que a veces eso era justamente lo que la asfixiaba y que hacía tiempo que no encontraba esa paz que la caracterizaba. También le gustaba mucho pensar, quizá demasiado.
Un día de esos en los que salía a pasear y pensar por los bosques de Palmira, un fuerte sonido la sacó de sus pensamientos. El sonido de un galope de caballo cada vez más cercano. Virginia se detuvo a escuchar y, al detenerse, apenas tuvo tiempo de ver cómo se le acercaba un corcel sobre el que cabalgaba un caballero que, al verla, tiró fuertemente de sus riendas y frenó en seco al animal, que logró detenerse a pocos centímetros de la doncella.
Ésta, aún asustada por la repentina aparición, contemplaba fascinada al corcel y a su jinete, un apuesto caballero de fuertes brazos y reluciente armadura, que contribuía a aumentar el tamaño de su caja torácica, que ya de por si se intuía grande.
- Disculpad, bella dama. No pretendía sobresaltaros -dijo mientras acariciaba su caballo y lo desmontaba-. Mi nombre es Arestes -y tendió su mano para coger la pequeña mano de Virginia y besarla mientras hacía una reverencia.
- No os preocupéis, ha sido un susto sin importancia -aclaró Virginia para tranquilizar al caballero-. Mi nombre es Virginia.
- Buenos días, bella Virginia. Volvía de una de mis cruzadas e intentando darle caza a un animal me he perdido por estos parajes y estaba intentando encontrar la salida. ¿Podría usted ayudarme a encontrarla?
- Por supuesto. Conozco muy bien estos bosques, aunque hay varios senderos que conducen a varios destinos, todo depende de donde usted quiera ir -respondió Virginia.
- Pues la verdad es no lo tengo muy claro.
- Pues así me resultará bastante difícil indicarle el camino.
- Lo único que sé es que me siento a gusto entre estos árboles. Desde que me he perdido en este bosque mi único objetivo era salir de él, pero ahora siento que una gran paz ha invadido mi interior. Creo que me quedaré un rato más disfrutando de ella...Si no le molesta mi compañía, claro está.
- ¡No! ¡Por supuesto que no! -se apresuró a aclarar Virginia. Precisamente ella también sentía algo parecido a lo descrito por el caballero, a pesar de haber caminado muchas veces por aquellos senderos del bosque.
Caballero y doncella pasearon juntos durante mucho tiempo, horas, charlando, riendo, intercambiado ideas y sensaciones... A pesar de no haberse visto nunca antes, ambos tenían la sensación de que se conocían desde siempre. Se sentían como en casa. Tan a gusto estaban que no se percataron de que la noche cayó sobre ellos.
Entonces Arestes llevó a Virginia en su corcel hasta su castillo y, en el momento de despedirse, mirándose a los ojos y sin decir palabra, la besó. Fue un beso sencillo, corto pero sincero y tan poderoso que el mundo pareció desaparecer a su alrededor.
Con esa sensación aún invadiendo sus corazones, Arestes se despidió de la doncella sin mediar palabra, subió a su cordel y se alejó cabalgando ante los ojos de una sonriente Virginia.

Después de aquel hubo muchos más encuentros entre Virginia y Arestes. Encuentros, momentos, instantes en los que el mundo volvía desaparecer, así como Arestes al galope al final de estos. Eran tan intensos que su amor fue creciendo hasta ocupar una extensión similar a la mismísima isla de Palmira. El corazón de Virginia latía con más fuerza que nunca, y lo mismo sentía el caballero Arestes debajo de su armadura.

Un día en el que Arestes cabalgaba tranquilamente al paso con Virginia sobre el lomo de su caballo, al caballero le pareció ver un hermoso cervatillo corriendo y saltando a lo lejos. Arestes, sin pensarlo dos veces, tiro de las riendas de su corcel y este acelero poco a poco su paso. Con el trote, Virginia comenzó a sentirse mal, hecho que no comunico al caballero por miedo a que este frenara y perdiera de vista el tan atrayente cervatillo. Pero el trote cada vez era más intenso y Virginia comenzaba a marearse, así que se lo hizo saber al caballero. Arestes la escucho y tiro de las riendas, reduciendo un poco su velocidad. Pero, al volver a divisar al cervatillo en la lejanía, volvió al trote. Virginia volvió a advertirle de su malestar, pero esta vez Arestes no la escucho. Del trote paso al galope y Virginia, que ya no lo soportaba mas, salto del caballo, rodando por el suelo, mientras el caballero de alejaba tras aquel animal. De repente, Arestes perdió de vista al cervatillo de nuevo y, al frenar para deducir su camino, se percato de que había cabalgado solo. Cuando miro atrás vio a lo lejos a Virginia vomitando apoyada en un árbol del camino.
- Perdonadme, mi dama. No pretendía haceros sufrir. No me di cuenta... -se disculpo el caballero, mientras acariciaba el cabello de Virginia, aún recuperándose.

- Lo sé. Os he intentado avisar… -pálida y con expresión agotada.

- Tenéis razón. Perdonadme. Soy un egoísta, un insensible, un…

- ¡No! –interrumpió Virginia ante la clara aflicción del caballero-. Sé que no lo sois. Sois generoso y sensible. El ruido del galope debe haber impedido que oyerais mi voz con claridad.

Arestes besó a Virginia en la frente, la abrazó, la subió delicadamente en su caballo y ambos salieron del bosque, muy despacio y en silencio.

CONTINUARÁ…





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lunes, 26 de julio de 2010

Como moscas

Las moscas deben ser seres muy tristes. Vuelan una y otra vez, incansablemente, en trazos geométricos de ángulos perfectos pero sin avanzar en ninguna dirección.

Vuelan unos centímetros y, de repente, dan un giro brusco para volar otros pocos centímetros, para luego volver a cambiar de rumbo y así sucesivamente durante un tiempo inestimado.

No sé por qué se empeñan en compararnos tanto con los primates, cuando nos parecemos tanto a las moscas.

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