El Laberinto de la Felicidad


Texto original de Álex Rovira y Francesc Miralles

Cuando leí  las líneas que sucedían al Epílogo de este libro (texto que, si tienes paciencia, te revelaré al final de la historia), comprendí que tenía que transcribirlo. Y, además, quería hacerlo.
Como la vida, éste se compone de capítulos que por sí solos aportan información pero no sentido.
Espero que seas paciente y continúes su lectura hasta el final y que ésta te guste tanto como a mí.
Gracias, Francesc. Gracias, Álex.


Capítulo 1. El Bosque de los Lamentos

Ésta es la historia de quien lo había perdido todo.
   Tras una larga temporada de soledad y tristeza, cierto día Ariadna fue despedida de su trabajo en la fábrica de hilos sintéticos. El jefe de personal le dijo que últimamente había bajado su rendimiento. La veía distraída, con la cabeza en las nubes. Por eso había contratado a una persona más joven que ocuparía su puesto por menos dinero.
   Ariadna tenía 33 años.
   Al salir de la fábrica con el despido en la mano empezó a encontrarse mal. De repente tuvo mucho miedo, porque si también le fallaba la salud. lo habría perdido absolutamente todo. 
  La fábrica de hilos sintéticos se hallaba en la periferia de su ciudad, justo donde terminan los bloques de hormigón y empieza el bosque. Nunca se había atrevido a internarse en la espesura, porque todo el mundo decía que era fácil perderse allí. De hecho, se conocía el caso de muchas personas que se habían adentrado y jamás habían vuelto.
   Lo llamaban el Bosque de los Lamentos. 
   Como Ariadna sentía que lo había perdido todo, incluso las ganas de vivir, no hizo caso de las advertencias y tomó un sendero entre los árboles. Secretamente tenía el deseo de desaparecer. Quería que se la tragara el bosque para no molestar a nadie con sus desgracias.
   El sendero discurría entre hayas muy altas y espesas, donde la luz del sol se filtraba haciendo extraños juegos de luces. Ella caminaba y caminaba, embebida en sus pensamientos, sin el propósito de llegar a ningún sitio.
   Pero suele suceder que, aunque no lo esperes ni te lo propongas, los senderos acaban llevando a alguna parte. Así que, cuando Ariadna hubo recorrido un buen trecho, se encontró en un claro del bosque.
   Allí se topó con un singular personaje. Un anciano diminuto y risueño que tenía un puesto lleno de billetes de color esmeralda, cuidadosamente ordenados en montoncitos.
   Por encima del mostrador donde vendía sus boletos había un cartel en el que se leía: GRAN LOTERÍA DE LA VIDA. 
   Asombrada con aquel puesto en medio del bosque, Ariadna se llevó las manos a los bolsillos y encontró su última moneda. Aunque esperaba ya bien poco de la vida, decidió hacer su última apuesta: invertir su última moneda en alguien que probablemente la necesitara más que ella.
   - ¿Cuánto cuesta?- le preguntó.
   - Depende - respondió el anciano-. Cada boleto tiene un precio distinto que varía según el comprador.
   - Todo lo que tengo es esta moneda-
   - Entonces este billete es tuyo - respondió el anciano, que le entregó a cambio uno de aquellos boletos esmeralda.
   Hasta que no se alejó unos pasos, Ariadna no se dio cuenta de que aquel billete de lotería no tenía números. Pensando que debía ser un fallo de impresión, volvió hacia el anciano para reclamar.
   - ¡Claro que no tiene números! -respondió el anciano muy sonriente-. ¡Porque este billete toca siempre!
   Al oír esto, Ariadna pensó que era absurdo discutir con aquel hombre -probablemente estaba loco-, así que se guardó el boleto esmeralda en el bolsillo y prosiguió su camino.
   Cuando llevaba ya muchas horas andando bosque adentro, le invadió el cansancio y tuvo que detenerse a tomar aliento. Se tumbó sobre la hierba fresca y cerró los ojos al instante.
   Sin darse cuenta cayó dormida.


Capítulo 2. Los Muros del Laberinto

   Cuando Ariadna abrió los ojos, se encontró rodeada de altos muros cubiertos de hiedra.
   No podía entender lo que había pasado. Recordaba haberse tumbado a descansar entre árboles, pero ahora parecía hallarse en un lugar totalmente diferente.
   "Debo de haber caminado en sueños hasta aquí", se dijo convencida de que aquello era fruto del sonambulismo.
   Ariadna recorrió con la palma de la mano una de las paredes, que era demasiado alta para saltarla y estaba formada por enormes bloques de granito. Sólo la hiedra lograba escalarla y pasar al otro lado.
   Sin salir todavía de su asombro, anduvo por aquel camino entre muros, que al torcer a la izquierda se hacía más angosto. Las altas paredes de piedra contrastaban con un cielo luminosamente azul. Sólo se oscureció por un momento cuando una gran bandada de aves -cientos, tal vez miles- cruzó las alturas como una nube viva t cambiante que transportaba el canto de cada una de ellas.
   Se sintió súbitamente triste. Tal vez -pensó- porque las aves vuelan a donde quieren y ella había pasado su vida entre su minúsculo apartamento y la asfixiante fábrica de hilo sintético. A pesar de haber entrado en el Bosque de los Lamentos, ahora se encontraba entre paredes que apenas le dejaban ver el cielo.
   Y lo peor de todo era que no sabía dónde se encontraba ni cómo podía salir de allí.   
   Estaba a punto de echarse a llorar cuando vio acercarse una figura estrambótica. Venía del final de aquel camino recto y angosto que parecía no tener fin. Era un hombre barrigudo, de estatura mediana y con una gran nariz en la que se apoyaba un monóculo que le ampliaba el ojo derecho. Iba vestido de blanco, con un viejo sombrero de explorador. Pero lo más insólito era que, en lugar de un rifle, blandía un largo cazamariposas
   "Lo raro es que no tropiece contra los muros", se dijo Ariadna, que no dudó en preguntarle:
   - Disculpe, ¿es usted de aquí?
   El explorador apoyó el cazamariposas en el suelo y pareció sorprendido de encontrar a Ariadna.
   - ¡Pues claro que soy de aquí! -dijo con acento ligeramente francés-. ¿De dónde si no? Cuando estoy aquí, soy de aquí. Cuando estoy allí, soy de allí. ¡Qué pregunta más tonta!
   Lo que quiero saber -repuso Ariadna avergonzada- es si puede decirme dónde estamos. ¿Por qué hay tantos muros? ¿A dónde lleva este camino? ¿Dónde está la salida? ¡Quiero salir!
   - Cálmese, joven. Sólo puedo responder a una pregunta cada vez. Esto es el Laberinto de la Felicidad.
   Ariadna se sorprendió al escuchar esto. Nunca había oído hablar de aquel lugar. Al observar su confusión el explorador prosiguió:
   - Aquí vienen a parar los que han perdido el sentido de la vida. Y no puedo decirle dónde está la salida, porque la verdad es que no lo sé. La tendrá que encontrar por sí misma, como yo.
   - ¿Y hace falta un cazafantasmas para encontrar la salida? -preguntó ella muy curiosa.
   - Eso depende -sonrió el explorador mientras se sujetaba el monóculo y se secaba el sudor con un pañuelo-. Así como el sentido de la vida es diferente para cada persona, aquí todos debemos encontrar la salida por nuestros propios medios. Yo espero que me muestre el camino una mariposa. 
   - ¿Una mariposa? -preguntó Ariadna asombrada.
   - Eso mismo. Una muy especial: concretamente la Mariposa de la Luz. Es blanca y le gusta volar por campos abiertos aunque también se la puede encontrar en jardines y en los bordes de los caminos. Antes de ser mariposa, cuando es oruga, le gusta comer trébol blanco. ¡Así se alimenta de buena suerte! Además, tiene una singularidad: sea de día o sea de noche, vuela con determinación hacia cualquier luz en movimiento. A diferencia del resto de mariposas no se dirige a luces estáticas, y eso la hace única.
   - Muy interesante -dijo Ariadna aturdida por el locuaz explorador-, pero ¿cómo espera que una mariposa le muestre la salida del Laberinto?
   - Eso es un secreto que tal vez le cuente otro día -respondió el hombre con las manos en los costados.
   -¿Otro día? -se alarmó ella-. ¡Yo quiero salir de aquí ahora mismo!
   - Paciencia, hija. El sentido de la vida nos e pierde en un solo día, y tampoco lo encontrará antes de que caiga la noche.
   Al ver la expresión desolada de Ariadna el cazador de mariposas se palpó un gran bolsillo de su chaqueta blanca y extrajo un pequeño cuaderno de tapas color esmeralda con un lápiz atado a la espiral.
   - Puedes quedártelo, no hay nada escrito -dijo él-. Los exploradores debemos tomar nota de todo lo importante que vemos y oímos. Sólo así encontrarás la salida del Laberinto.  Mi cuaderno está lleno de datos sobre lo que busco: la Mariposa de la Luz. Presiento que está muy cerca: ¡la huelo!
   - Muchas gracias -dijo ella mientras guardaba el cuaderno en un bolsillo de su chaqueta.
   - No hay de qué -respondió el explorador con su acento francés mientras se levantaba el sombrero en señal de saludo y volvía a ponerse el monóculo en el ojo derecho.
   - ¡Espero que encuentre su mariposa! -exclamó Ariadna.
   Pero el explorador ya se alejaba en dirección opuesta, dejándola sola en el Laberinto.


Capítulo 3. La Boca de la Verdad

Al final del largo pasadizo amurallado, las paredes se estrecharon aún más y el camino pasó a unas escaleras de piedra rojiza por las que Ariadna empezó a bajar con sumo cuidado.
   Tras el encuentro con el buscador de mariposas no se había tropezado con nadie más. ¿Serían ellos dos los únicos habitantes del Laberinto? ¿Nadie más había extraviado el sentido de la vida?
   Aunque había buscado con la mirada una mariposa blanca, como le había aconsejado el explorador, no había visto ninguna. De hecho, tampoco otros pájaros habían sobrevolado el Laberinto. Sólo los muros y un cielo azul que se volvía pesado e intenso como la tinta a medida que avanzaba el día.
   Por eso mismo aquellas escaleras habían dado la esperanza a Ariadna de que por fin estaba llegando a algún sitio. Sin embargo, tras bajar más de cien peldaños se encontró en una plaza con cuatro posibles caminos que formaban una cruz.
   "¿Y ahora qué?", se preguntó mientras paseaba la mirada por las diferentes alternativas. Todos los caminos le parecían iguales, por lo que dudaba sobre cuál tomar. Estuvo unos segundos sin moverse, embargada por la confusión, mientras se enfadaba con el explorador por no haberle dado alguna indicación en este sentido.
   Al retroceder un paso, como si hubiera algo amenazador en aquella encrucijada, se dio cuenta de que justo debajo de su pie había una inscripción en el suelo de piedra.

Al centro del Laberinto

   Ariadna se sintió muy aliviada al ver aquella indicación y pensó que, como en todos los laberintos, debía pasar por su centro para luego seguir y encontrar la salida. Mientras la obedecía tomando el camino a su izquierda, pensó que hallar el centro del Laberinto -donde estaba la salida- sería coser y cantar.
   En lugar de muros ahora avanzaba entre verdes y tupidos cipreses que desprendían un intenso olor campestre. Por unos momentos sintió el deseo de cantar a todo pulmón, como cuando era niña y jugaba a perderse en los parques. Pero, cuando estaba a punto de hacerlo, algo la detuvo.
   El camino terminaba en una enorme puerta de madera con una máscara de bronce en el centro.
   Contrariada por aquel obstáculo, Ariadna empujó la puerta para ver si cedía. Pero estaba firme como los muros entre los que había despertado aquella mañana. Al volver a empujar el portón, esta vez con rabia, una voz espectral dijo:
   - ¡Está cerrada!
   Ariadna se giró asustada para ver quién había hablado. Pero se hallaba sola. ¿De dónde había salido la voz entonces? Tras mirar alrededor una vez más, finalmente devolvió la mirada a la puerta y a la máscara de bronce, un relieve que representaba un hombre barbudo que tenía los ojos y la boca huecos.
   La voz había salido de allí.
   Recordó haber leído que en Roma había una máscara como aquella. Era de mármol y se llamaba la Boca de la Verdad. Según la tradición, quien metía la mano en la boca y era un mentiroso era mordido por la máscara.
   Se acordaba de ella por una anécdota que había leído en un libro sobre la sociedad romana.Un hombre que dudaba de la fidelidad de su esposa decidió llevarla ante el juicio de la Boca de la Verdad. Como ella tenía mucho miedo de recibir un mordisco, pidió a su amante que estuviera allí cerca por si tenía que rescatarla.
   Cuando estaba a punto de introducir la mano en la boca, súbitamente la mujer infiel fingió un desmayo y su amante, que se paseaba por allí con disimulo, corrió a tomarla en brazos antes de que cayera al suelo.
   Ante la sorpresa del marido, al meter finalmente la mano en la máscara, la mujer dijo: "Juro que sólo he estado en brazos de mi marido y de este caballero que me acaba de recoger". Y así, diciendo la verdad, se salvó del mordisco.
   -¿A qué esperas? -dijo impaciente una voz que surgía de la máscara.
   Al oír esto, Ariadna introdujo la mano en la boca, como la infiel romana, con la tranquilidad de que nunca había dicho una mentira en su vida.
   -¡Saca la mano de ahí! -protestó la voz de la máscara-. ¿Qué te has creído?
   - Suponía que debía superar la prueba de la verdad -se disculpó ella.
   - Antes de suponer, lee lo que pone en esta puerta si es que aspiras a cruzarla.
   Desconcertada, Ariadna levantó la mirada y vio que, efectivamente, por encima de la puerta había un travesaño con la inscripción:

¿Quién eres?

   Aquella era la pregunta que debía responder para pasar al otro lado y proseguir su camino.Tranquilizada por la sencillez de la prueba, se limitó a decir bien alto:
   - Soy Ariadna.
   - ¡No! -repuso lúgubremente la máscara-. Ese es Sólo tu nombre. Yo te pregunto QUIÉN ERES.
   - Soy una mujer de 33 años que se ha perdido en el Laberinto de la Felicidad.
   - ¡No es suficiente! Miles de humanos, entre ellos otras mujeres de tu misma edad, se han perdido aquí dentro.Muchos ni siquiera han logrado salir y han muerto de viejos entre estos muros. ¿Quién eres TÚ? -bramó la voz.
   Ariadna se quedó muda. No esperaba que aquella pregunta aparentemente sencilla tuviera una respuesta tan complicada. Al ver que no respondía, la más cara de la puerta empezó a increparla así:
   - ¿Eres una criadora de dudas? ¿Te dedicas a negar lo que otros afirman? ¿Eres ave de mal agüero? ¿Eres ilusa, desconfiada, escéptica?
   Ariadna recordó entonces cuando era muy pequeña y se metían con ella. En esos casos siempre se había rebelado. ¿Dónde había ido a parar toda esa fuerza interior?
   - ¡Cállate! -saltó ante la palabrería de la máscara-. ¡Soy lo que yo decida ser!
   Y, al decir esto, las puertas se abrieron.


 Capítulo 4. El Banco de Amor
  
   Para asombro de Ariadna, tras la puerta de la Boca de la Verdad encontró una bonita calle de estilo italiano, llena de comercios y paseantes.
   "¿Habré salido del Laberinto?", se preguntó entusiasmada. Nunca habría imaginado que en el Bosque de los Lamentos hubiera una ciudad. Sin embargo, la ausencia de calles laterales la convenció finalmente de que aquella debía ser una parte especialmente animada del Laberinto. Era su calle comercial, por raro que pareciera.
   Antes de curiosear entre las tiendas, sacó su cuaderno esmeralda para anotar la primera cosa importante que había aprendido aquella mañana. Era una verdad más que simple, pero la había olvidado demasiadas veces en su vida.
Soy lo que yo decido ser

   Luego guardó el cuaderno en el bolsillo del abrigo y decidió entrar en un edificio de dos plantas con paredes blancas encaladas. Tenía colgado un letrero que ponía "BANCO DEL AMOR".
   Ariadna empezó a sentir hambre y pensó que en aquel banco, aunque su nombre fuera tan extraño, tal vez podría canjear su boleto de la Gran Lotería de la Vida.
   En el interior sólo había un viejo mostrador carcomido, tras el cual una abuelita parecía dormir una siesta. No obstante, cuando Ariadna puso el billete esmeralda sobre la madera, la anciana abrió los ojos y le preguntó con suma dulzura:
   - ¿Qué quieres que haga con eso, hijita?
   - Me gustaría cambiarlo por dinero -explicó insegura-. La persona que me lo vendió me aseguró que esta lotería toca siempre.
   - No te lo puedo cambiar -se disculpó la anciana. Aquí no creemos en el azar. Pero puedes hacer un ingreso en el banco.
   - ¿Un ingreso? -repuso Ariadna-. ¡Pero si no tengo nada!
   Al oír esto la abuelita se puso en pie y abrió los brazos antes de decir:
   - ¡Cómo que no tienes nada...! ¡Tienes mucho! ¿No has visto que éste es un Banco de Amor? ¡Dame un abrazo ahora mismo!
   Sorprendida por tan insólita invitación, Ariadna se acercó a la anciana y, para no ofenderla, le dio un fuerte abrazo como si fuera su propia abuela.
   - ¿Lo ves, hijita? -le recalcó la anciana-. Acabas de hacer un ingreso de amor.
   - ¿Y dónde puedo reembolsarlo cuando lo necesite? -preguntó Ariadna, divertida con aquella situación.
   - ¡En todas partes! -sonrió la anciana-. Eso es lo bueno del amor: da igual donde lo des, porque te será devuelto en todas partes.
   - Entonces, ¿por qué hay en esta calle del Laberinto un Banco del Amor?
   - Muchas personas se han perdido en el Laberinto de la Felicidad porque han olvidado el arte de dar y recibir amor. Aquí les enseñamos a hacer un primer ingreso. El resto es fácil: sólo hay que practicar. Cada cual es un banco de amor. ¡No lo olvides!
   - Pero ¿cómo funciona este banco? -preguntó Ariadna.
   - Gestiona un amor sin intereses, porque se da libremente sin esperar nada a cambio. Puedes ingresar sonrisas, abrazos, caricias, besos, mimos,... Sea lo que sea lo que inviertas, siempre te saldrá a cuenta y multiplicarás su valor. También puedes realizar ingresos de mucho valor, pero sumamente discretos: en este banco se valora saber perdonar, callar a tiempo, agradecer los gestos de otros... El amor es una divisa que nunca pierde valor en la bolsa de la vida. ¿A qué esperas para ponerlo en acción?
   La anciana se despidió entonces dando un cálido abrazo y dos suaves besos en las mejillas de Ariadna, que le hicieron recordar una muy agradable sensación largo tiempo olvidada.


Capítulo 5. La Posada sin Sueños

   Cuando salió del Banco del Amor, ya había caído la noche. ¡El tiempo parecía pasar más rápidamente en el Laberinto de la Felicidad!
   Antes de que el sueño borrara lo que había aprendido Ariadna volvió a abrir su cuaderno esmeralda y escribió:

 Cada persona es un banco de amor

   Luego se apresuró por la calle ya vacía, pobremente iluminada por la luz anaranjada de las farolas. Empezaba a hacer frío y Ariadna se preguntaba dónde pasaría la noche. Lo cierto era que después de todo el día caminando por el Laberinto ahora se sentía muy cansada.
   Se fijó en que un caserón al final de la calle tenía un extraño rótulo luminoso: POSADA SIN SUEÑOS.
   Ariadna se acercó insegura e introdujo la cabeza en el umbral, ya que la puerta estaba abierta. En la recepción iluminada por una lamparita de baja intensidad, había un conserje delgado como una lámina. Tenía la cara muy triste y lo más raro de todo es que iba vestido con un pijama y un anticuado gorro de dormir.
   "¿Será uno de los huéspedes que no puede conciliar el sueño?", se preguntaba ella mientras dudaba entre pasar al interior o seguir su camino.
   Al volver la vista a la calle, sin embargo, vio una luz muy intensa. Una bola de fuego había surgido de la oscuridad y se elevaba desde la tierra hacia el cielo.
   Ariadna entendió que era una señal, pero la noche era demasiado fría y hostil para que se atreviera a internarse en dirección al lugar de donde había surgido la luz. Finalmente se decidió a entrar en la posada.
   El conserje con pijama y gorro de dormir la recibió con una mirada de fastidio.
   - ¿Tiene una cama libre para pasar la noche? -preguntó ella.
   - Depende -respondió hastiado.
   -¿De qué?
   - De si quiere dormir o también soñar.
   - Pensaba que una cosa llevaba a la otra -repuso Ariadna con sorpresa.
   - Aquí no. Ésta es la Posada sin Sueños y sólo se puede dormir. Si eso es lo que quiere, encontrará una cama allí dentro -refunfuñó.
   Dicho esto, señaló una cortina raída de color rojo oscuro y cerró la conversación con un largo bostezo.
   Ariadna pasó al otro lado de la cortina y, por el débil resplandor que entraba por la ventana, pudo ver que era una amplia sala rectangular con una docena de camas dispuestas en fila. La mayoría de ellas estaban ocupadas por cuerpos muy rígidos, como si fueran cadáveres.
   Entre dos de estas figuras vio una cama libre y, aunque estaba asustada, decidió tenderse para descansar un rato.
   Cuando se echaba una manta de lana encima, la figura tumbada a su izquierda dijo con voz ronca:
   - Malas noches.
   - ¿Cómo dice? -preguntó Ariadna extrañada.
   - Aquí todas las noches son malas. Por eso le he deseado malas noches. No puedo hacer otra cosa.
   - ¿Y por qué todas las noches son malas?
   - Porque en esta posada no hay sueños. Y los que no sueñan están muertos en vida, Recuérdelo, por favor.
   Ariadna se quedó muy impresionada con estas palabras, que meditó antes de atreverse a preguntar a su vecino de cama:
   - Desde el portal de la posada he visto que se elevaba hasta el cielo una bola de fuego ¿Usted sabe qué es?
   - Nada importante -respondió la voz ronca-. La lanza cada noche un arquero desde el centro del Laberinto.
   - ¿Cómo puede decir entonces que no es importante? -susurró ella-. Pensaba que todos los que estamos aquí buscamos el centro del Laberinto para luego desde allí encontrar la salida...
   - ¡Paparruchas! -exclamó una agria voz femenina desde el fondo de la sala-. ¡Es una pérdida de tiempo! Nunca nadie ha llegado al centro, ¡ni mucho menos ha encontrado la salida!
   -¿Y tú qué sabes? -intervino una voz de muchacha que aún no había hablado-. ¿Que no hayas llegado tú no significa que no puedan llegar otras personas!
   - ¡Bien dicho! -añadió otra voz masculina.
   - En cualquier caso -dijo una débil y atemorizada voz de hombre-, si alguien lograra llegar al centro del Laberinto sería su perdición. Una desgracia.
   - ¿Por qué lo dice? -preguntó Ariadna angustiada.
   De repente la sala de los que duermen sin sueños se había convertido en un coloquio invisible en el que todo el mundo cuchicheaba.
   - Porque el arquero es un minotauro que devora a todos los que llegan al centro del Laberinto -prosiguió, susurrando, la misma voz-. Por eso lanza flechas de fuego. Quiere atraer víctimas de las que alimentarse.
   -¡Lo que yo decía! -insistió la voz agria de mujer-. ¡Nadie puede salir del Laberinto!
   Dicho esto, un súbito silencio se hizo en la sala y todos se entregaron a un pesado dormir sin sueños.
   El cansancio acumulado por Ariadna ese día hizo que también ella cayera profundamente dormida.


Capítulo 6. El Café del Laberinto

   Cuando el sol entró en la sala, Ariadna despertó y se sorprendió al ver las personas con las que había compartido el dormitorio. Todas ellas seguían en sus camas mientras clavaban la mirada inmóvil en el techo. Parecían cadáveres.
   Enseguida recordó lo que al llegar le había dicho su compañero de cama. Lo anotó en su cuaderno esmeralda, porque su significado también se aplicaba al mundo de los despiertos, donde se sueña con los ojos abiertos.

Quien no sueña está muerto en vida

   Luego atravesó la sala y la cortina hasta llegar nuevamente a la recepción, donde estaba el mismo conserje que había encontrado la noche anterior.
   Ariadna salió de la posada con la sensación de no haber descansado ni un minuto. Sin embargo, el sol tibio de la mañana y una suave brisa enseguida la reanimaron. Justo al otro lado de la calle vio que había un local abierto: el CAFÉ DEL LABERINTO.
   Sentía que el estómago rugía pidiendo algo de alimento, así que decidió entrar aunque no tuviera dinero. Había empezado a sospechar que en el Laberinto de la Felicidad el dinero no era especialmente útil.
   La entrada al café estaba precedida de tres escalones de mármol que en aquel momento una mujer rechoncha frotaba vigorosamente con un paño para sacarles brillo.
   - Buenos días -la saludó Ariadna, que no se atrevía a pisar aquellos escalones tan relucientes.
   - ¿Es que los hay que no sean buenos? -respondió sonriente la limpiadora-. Esto decía siempre un profesor que estuvo años en el Laberinto.
   - ¿Y qué fue de él?
   - No lo sé, porque no ha vuelto a pasar por aquí. Tal vez encontró el centro del Laberinto.
   - O fue devorado por el minotauro -añadió Ariadna, entre dudosa y asustada.
   - Nadie lo sabe. Por cierto, mi nombre es Nirvana. Dicen que soy la más sabia de esta calle porque limpio las conciencias.
   Ariadna se sorprendió al oír esto, ya que la mujer aparentemente sólo limpiaba los tres escalones. Como si le hubiera leído el pensamiento, Ariadna le dijo entonces:
   - ¿Ves estos tres escalones? Son los mismos que tiene cada persona en su cabeza y hay que limpiarlos. El primero es la opinión que tenemos de los demás, que sólo sirve para crear prejuicios. El segundo es la opinión que creemos que los demás tienen de nosotros, que genera miedos, engaños y malentendidos. El tercero es la opinión que tenemos de nosotros mismos, que hace que nos miremos el ombligo e inventemos problemas. Conviene limpiar de vez en cuando las opiniones de estos tres escalones para lograr una vida auténtica y feliz -afirmó mientras, con excelente ánimo, se afanaba a sacarles brillo.
   Tras esta breve conversación, Ariadna se atrevió a subir los escalones y entró en el café, que era sólo una larga barra con taburetes. Debía de ser temprano por la mañana porque todavía no había nadie.
   Se sentó frente a un plato con un cruasán mientras el camarero trabajaba en la máquina de café.
   Antes de que se diera la vuelta, Ariadna engulló los cuernos del bollo primero, y luego el resto. Cuando el camarero se giró, ella tenía aún la boca llena. Sin embargo, por la mirada plácida de éste, entendió que lo que había hecho no era tan grave.
   El hombre, que vestía un clásico uniforme con armilla verde, camisa blanca y pantalones negros, le sirvió un café con leche. Luego colocó tres tazas vacías perfectamente alineadas en la barra.
   - Observa bien estas tres tazas -le pidió el camarero.
   - Ya lo hago -dijo Ariadna-. ¿Qué tienen de especial?
   - Aparentemente nada -repuso el camarero-. ¿Verdad que las ves iguales?
   - Sí.
   - ¡Pues no lo son! Cuando volvamos a encontrarnos, pregúntame por las tres tazas y te explicaré cuál es el sentido de la vida -le dijo mientras sonreía y le guiñaba un ojo.
   - ¿De verdad? -preguntó ella emocionada.
   Como toda respuesta, el camarero regresó feliz y silbando a su máquina de café.
   Ariadna se acabó su taza humeante y salió del café. Necesitaba seguir buscando la salida del Laberinto.


Capítulo 7. La historia del astronauta

     Nuevamente en la calle, Ariadna dejó atrás las últimas casas, que daban a un largo y vetusto muro de ladrillo rojo que debía de formar parte del Laberinto.
   Empezó a recorrerlo muy pacientemente, esperando encontrar alguna apertura que le permitiera internarse en la dirección de la flecha de fuego que había visto la noche anterior. Pero aquella vieja pared de ladrillo parecía no tener fin.
   Cuando se cansó de caminar, se sentó un rato contra el muro y apuntó en su libreta esmeralda lo último que había aprendido en el Laberinto de la Felicidad.

De vez en cuando es conveniente hacer limpieza de opiniones
  
   Al terminar de escribir esto, se apoyó contra el muro de ladrillo, que inesperadamente cedió a su espalda y se rompió en mil pedazos.
   Ariadna se levantó entre los restos de la brecha que había abierto en la pared sin heridas ni magulladuras. Estaba tan sorprendida de hallarse al otro lado que tardó un rato en darse cuenta de que el explorador con el cazamariposas estaba a su espalda y la observaba con una sonrisa en los labios.
   - Ésa ha sido una buena lección -dijo.
    - ¿Qué lección? -preguntó ella irritada.
   - Este viejo muro te ha enseñado algo muy importante para llegar al centro del Laberinto. La mayoría de obstáculos que encontramos en nuestro camino a la felicidad son imaginarios. Los creamos nosotros; es decir, son nuestros miedos.
   - ¡Pero yo no he creado este muro! -protestó Ariadna.
   - Éste no, pero sí otros -remarcó el explorador-. De otra manera no estarías aquí. Y ¿sabes por qué las personas nos creamos nuestros propios obstáculos? Yo te lo diré: porque nos da miedo llegar a los lugares que hemos soñado.
   - ¿De verdad lo cree?
   - ¡No lo dudes! Cumplir un sueño siempre da miedo, porque estamos acostumbrados a lidiar con las dificultades, pero no a recibir regalos de la vida. Por eso a menudo nos boicoteamos poniendo muros entre nosotros y lo que queremos conseguir.
   - Parece razonable -dijo Ariadna, pensativa-.Por cierto, la otra vez me olvidé de preguntárselo: ¿Usted por qué está aquí? ¿En qué momento extravió el sentido de la vida?
   El explorador se puso de cuclillas, fijó bien su monóculo y, apoyado en su cazamariposas, explicó con voz suave:
   - Por qué estoy aquí no tiene importancia: lo único que cuenta es que busco la salida del Laberinto. Digamos que viajé muy lejos para encontrar algo que en realidad tenía muy cerca. ¿Lo entiendes?
   - No del todo.
   - Te lo explicaré con una historia que me contó un lama que conocí en un monasterio del Tibet: Un hombre cumplió su sueño de viajar a la Luna, pero, durante el alunizaje, el cohete se averió sin remedio. Él siempre había deseado ir hasta allí, pero se encontró con que no podía regresar a la Tierra y le quedaba sólo oxígeno para tres días. En ese tiempo era imposible que pudieran mandarle otro cohete para recogerlo o traerle más oxígeno. El astronauta supo entonces, por primera vez en su vida, qué era exactamente lo que quería: volver a casa y estar en la Tierra para llevar allí una vida simple y feliz. ¡Tuvo que viajar hasta la Luna para valorar algo que tenía tan cerca!
   Ariadna se quedó muy pensativa al oír esta historia, que el explorador concluyó así tras una pausa:
   - Todos somos como ese astronauta: vemos la felicidad en lo que está lejos, pero en realidad la tenemos mucho más cerca de lo que imaginamos.
   Dicho esto, el explorador se fue campo a través con su cazamariposas. Antes de que estuviera tan lejos que no pudiera oírse, Ariadna le gritó:
   - ¿Y qué pasa con los obstáculos que no creamos nosotros, los que son reales?
   - ¡A ésos yo no los llamo obstáculos, sino trampolines! -gritó como respuesta, arrastrando la erre con su divertido acento francés-. ¡Sirven para ir a lugares a los que nunca habríamos llegado por nosotros mismos!
   Luego saludó elevando su sombrero de explorador y prosiguió su camino.


Capítulo 8. El Pozo de la Confusión

   La parte del Laberinto que quedaba tras el débil muro era un campo de hierbajos lleno de charcos. Ariadna se encontraba totalmente desorientada y se esforzaba en no mojarse los pies.
   Cuando llevaba un buen rato caminando -y preguntándose nuevamente si aquello formaba parte del Laberinto-, divisó un pinar en medio de la planicie. Aprovechó para refugiarse del sol bajo las copas, donde el frescor de la sombra le sirvió para anotar los últimos descubrimientos que había hecho:

La mayoría de obstáculos que encontramos los creamos nosotros, porque tenemos miedo a cumplir nuestros sueños.

   Luego recordó la historia del lama: el astronauta que tuvo que encontrarse en la Luna sin posibilidad de regreso para valorar lo que tenía en su casa. Ariadna pensó en las conclusiones a las que había llegado el explorador y apuntó:

La felicidad siempre está más cerca de lo que imaginamos aunque la busquemos lejos

    Mientras guardaba la libreta esmeralda en el bolsillo del abrigo, se dio cuenta de que no era la única que escribía cosas en aquel lugar, ya que observó que en uno de los pinos alguien había grabado a cuchillo la siguiente inscripción: 

Al centro del Laberinto

    Entusiasmada por aquella pista, tomó obedientemente el camino que señalaba la flecha y fue a parar a un pozo seco.
   Pensando que tal vez en su interior hubiera un conducto hacia el centro del Laberinto -por extraño que pudiera parecer-, se asomó a la oscuridad del pozo por si veía alguna escalera de hierro. 
   Sin embargo, no había nada que hiciera pensar que se podía bajar hasta el fondo, lo que la tranquilizó, ya que no le habría hecho ninguna gracia tener que meterse en un lugar tan oscuro y profundo.
   Cuando se disponía a seguir su camino, una voz cristalina surgió de lo más hondo.

"¿De dónde vienes?"

    Antes de volver a meter la cabeza en el pozo, Ariadna pensó que sin duda allí debía estar el camino al Laberinto, aunque no viera la manera de bajar. Y, como le había sucedido con la Boca de la Verdad, para poder pasar tendría que responder satisfactoriamente a aquella pregunta.
   -Vengo del Falso Muro. He cruzado todo este páramo para llegar hasta aquí -gritó asomada a la boca del pozo.
   Dicho esto, la voz cristalina que emergía de las profundidades empezó a repetir como un eco:

"¡Confusión, confusión, confusión, confusión, confusión, confusión,...!"
 
    Luego repitió la pregunta:
 "¿De dónde vienes?"

    Ariadna meditó un buen rato la respuesta. Tenía miedo de que la voz del pozo callara para siempre si fallaba por segunda vez. Tras recordar lo que había dicho el cazador de mariposas en su primer encuentro, volvió a gritar:
   - ¡Vengo de mí misma, de la entrada al Laberinto!
   "Ya puedes saltar", dijo la voz.
   Casi arrepentida de haber dado la respuesta correcta, Ariadna subió a los márgenes del pozo y cerró los ojos mientras trataba de reunir valor para dar el salto definitivo.
   "¡Ahora o nunca!", le advirtió la voz.
   Al escuchar esto Ariadna dio un paso adelante y saltó.


Capítulo 9. La Caverna del Pigmeo

    Mientras caía y caía hacia el fondo del pozo, que era más profundo de lo que había imaginado, llegó a temer por su vida.
   Con los ojos cerrados, resignada a aceptar su destino, se precipitaba cada vez más rápido.
   En lugar de el golpe fatal que esperaba que pusiera fin a su aventura, Ariadna se hundió de pronto en una materia suave y envolvente, donde empezó a perder velocidad hasta detenerse.
   Cuando abrió los ojos, vio que se encontraba entre miles de plumas blancas fosforescentes. "Parecen plumas de ángeles", pensó.
   Tras agradecer haber caído en un lugar tan blando y suave empezó a abrirse camino entre las plumas. Había salvado la vida al caer sobre ellas, pero de nada le serviría si se quedaba atrapada en el fondo del pozo.
   Ariadna se abría paso como podía, sin saber si avanzaba en círculos o se dirigía hacia algún sitio.
   Estaba ya a punto de dejarse vencer por la desesperación y derrumbarse entre las plumas cuando finalmente encontró la entrada a un túnel tenuemente iluminado.
   Convencida de haber hallado el camino al centro del Laberinto -nunca habría imaginado que estuviera bajo tierra-, entró emocionada en aquel agujero de gusano, esperando salir hacia algún lugar iluminado.
   Sin embargo, el túnel se hacía cada vez más oscuro a medida que se internaba en él. Recorrió el último tramo completamente en tinieblas y con la sensación de estar adentrándose en el centro de la Tierra.
   Empezaba a sentir pánico, porque el aire se hacía escaso. Notó cómo un sudor insoportable le empapaba la frente y el cuello. Afortunadamente justo entonces advirtió que una suave luz dorada iluminaba las paredes de la cueva.
   Pronto se encontró en una amplia caverna iluminada por antorchas que colgaban de las paredes.
   Ariadna admiró la enorme galería llena de estalactitas y estalacmitas, y se preguntó quién habría encendido aquellas teas. No tardaría en saberlo.
   Al volverse se encontró ante un hombre minúsculo de raza negra con un escudo de piel y una lanza tradicional. La acechaba con la mirada mientras daba vueltas a su alrededor. Ella sentía entre curiosidad y terror, porque no sabía qué podía esperar de aquel personaje.
   El hombrecillo finalmente se plantó frente a ella, flexionó las rodillas y gritó con los ojos muy abiertos:
   - ¡Uh!
   Ariadna gritó del susto y, mientras su alarido resonaba por toda la caverna, el pigmeo estalló en risas, lo que convirtió la galería en una percusión constante de "¡Ah!", "¡Uh!", y "¡Jaja!".
   Aquello parecía hacer una gracia terrible al hombrecillo negro, que había dejado caer el escudo y la lanza, y ahora se revolcaba por el suelo muerto de risa. Al verlo ella no pudo contener una carcajada, lo que paralizó en seco la alegría del pigmeo.
   - ¿Qué pasa? -protestó Ariadna-. ¿Es que aquí sólo puedes reír tú?
   - ¡Tú no has reído! -dijo el hombrecillo muy serio-. Si lo hubieras hecho, no me habría detenido.
   - ¿Cómo que no he reído? -repuso ella.
   - Para nosotros, los pigmeos, una persona debe reír hasta caer al suelo. Si no cae, no ha reído de verdad.
   - ¿Me estás tomando el pelo?
   - En absoluto. La risa es algo muy serio, ¿sabes? Es el disolvente universal de las preocupaciones. Cada vez que ríes desaparece un problema de tu cabeza.
   - No sabía que los pigmeos fuerais tan expertos en este arte -dijo Ariadna admirada.
   - Tiene su lógica. Somos el pueblo más maltratado del mundo, también por nuestros vecinos africanos, porque todos se atreven con alguien tan pequeño. Por eso siempre tenemos problemas y debemos reír para disolverlos. Por cierto, ¿qué buscas por aquí?
   - No lo sé -reconoció Ariadna-, pero ahora mismo me gustaría ver el cielo.
   - Entonces, sígueme -dijo el pigmeo.
   Los dos atravesaron la caverna hasta llegar a una gruta más baja, donde Ariadna tuvo que catear por detrás del hombrecillo. En el punto más bajo de esta cueva el pigmeo le dijo:
   - Ahora túmbate.
   Ella hizo lo que pedía y se tendió boca arriba junto al pigmeo. Delante de los ojos tenía un largo y recto agujero vertical que desembocaba directamente en el cielo abierto, que en aquel momento estaba plagado de estrellas.
   El hombrecillo dijo en tono melancólico:
   - Por muy pequeña que sea tu ventana el cielo sigue siendo igual de grande.
   Tuvo la sensación de que lo que había dicho el pigmeo era una revelación justo en el momento que una flecha de fuego cruzaba el gran firmamento por su pequeña ventana.
   Ariadna se durmió plácidamente sabiéndose más cerca del centro del Laberinto.


Capítulo 10. El Hombre del Surco

   La despertó una intensa luz blanca que bajaba por el orificio y lo convertía en un potente foco. La claridad de la mañana traía, además, una buena noticia: Ariadna descubrió una cuerda con nudos que bajaba desde el exterior hasta la gruta en la que estaba tendida.
   Miró a su lado, pero el pigmeo ya no estaba allí. En la piedra sobre la que había dormido encontró grabado con tiza blanca el siguiente símbolo:
   Ariadna devolvió la sonrisa al dibujo y, antes de iniciar la subida, anotó en su cuaderno esmeralda lo aprendido la noche anterior en la caverna.

La risa es el disolvente universal de las preocupaciones

   Acto seguido anotó también lo que había dicho el pigmeo mientras miraban las estrellas:

Por muy pequeña que sea la ventana el cielo sigue siendo igual de grande

   Decidió que guardaría esta frase en el fondo de su corazón para los días de sombra. 
   Luego empezó a subir por la cuerda con gran esfuerzo hasta salir de la gruta. Allí vió un delicioso jardín colmado de flores enormes y coloridos pétalos. También había muchos árboles frutales, de los que Ariadna comió hasta quedar saciada.
   Mientras exploraba aquel pequeño paraíso lleno de alegría, se encontró ante un largo y profundo socavón. En su interior un hombre con camisa de franela y largas barbas caminaba cabizbajo de lado a lado.
   Ariadna entendió que había sido así, yendo y viniendo en un corto trayecto, como aquel hombre se había enterrado en el surco.
   - Pero ¿qué hace ahí? -le preguntó ella desde el borde de la zanja.
   El barbudo la miró muy sorprendido. Se notaba que llevaba tiempo sin ver a nadie, tan absorto en sus idas y venidas. Luego dijo:
   - Busco algo que he perdido.
   - ¿Y qué es? -se interesó ella, muy curiosa.
   - La verdad es que hace tiempo que lo perdí que ya lo he olvidado -respondió resignado.
   Tras decir esto el barbudo reanudó su camino, de un lado al otro y vuelta a empezar, y Ariadna tuvo la impresión de que con cada trayecto se enterraba un poco más en el surco.
   Y observó algo más en aquel hombre tan huraño: sus ojos expresaban una profunda tristeza.


Capítulo 11. Predecimos con el pasado

   Ariadna dejó atrás al Hombre del Surco y siguió explorando el jardín, que tras los árboles frutales ascendía por una suave cuesta hasta llegar a un invernáculo de cristal.
   Lo rodeó, muy curiosa, por si allí había alguna indicación para llegar al centro del Laberinto. Pero lo único que encontró fue una enigmática placa situada en la puerta trasera:

Predecimos con el pasado

   Empujó la puerta pensando que sin duda se trataba de un error de imprenta de quien había grabado la placa. Estaba cerrada. 
   Ariadna se paseó por el invernáculo, donde crecían todo tipo de enredaderas que escalaban las paredes de cristal hasta casi tapar la luz del sol. Tropezó un par de veces con raíces que habían roto el suelo de piedra y hacían despegar nuevos retoños en busca del cielo.
   En medio del invernáculo vio a un anciano esmeradamente trajeado. Estaba sentado en un sillón blanco con las manos sobre las rodillas. A su lado, sobre una pequeña alfombra de esparto, un perro de color crema mostraba la misma serenidad que su amo.
   Al acercarse al hombre sentado Ariadna advirtió un brillo inexpresivo en su mirada. 
   - Supones bien: soy ciego -se presentó. He vivido tanto que no necesito ver más. ¿Qué quieres que prediga con tu pasado?
   - No me interesa el pasado -añadió Ariadna, que no deseaba recordar su vida anterior al Laberinto.
   - ¿Por qué no? En él está escrito tu futuro. Y no sólo en lo que hiciste o en lo que te sucedió. También tus creencias pasadas han creado tu futuro: lo que crees es lo que creas. ¿No conocías el dicho?
   - No.
   - Pues deberías. Dime cómo llegaste al Laberinto y te diré cómo puedes salir de él.
   - ¿De verdad? Dijo Ariadna esperanzada.
   El elegante anciano asintió risueño y en silencio como toda respuesta. Muy a su pesar, ella empezó a explicar:
   - Hace tiempo que mis padres murieron. Nunca tuve amigos, porque me cuesta relacionarme con las personas. Siempre pensé que lo que yo pudiera decir no interesaba a nadie.
   - Eso no te corresponde a ti juzgarlo.
   - Tienes razón. Supongo que me importaban demasiado las opiniones de los demás. 
   - Sigue.
   - Sólo tenía un pequeño apartamento de alquiler que pagaba con mi sueldo en una fábrica de hilos sintéticos. Al principio todo iba bien. Llegaba puntual, trabajaba mis horas, regresaba a casa. Cada día lo mismo. Pero un día empecé a soñar en una vida diferente: para empezar, imaginé que no vivía en aquella fea ciudad industrial, sino en un bonito jardín como éste. Ahora que lo pienso, ¡son bastante parecidos!
   - ¿Lo ves? -dijo el anciano con placidez-. Al proyectar tus sueños empezaste a construirlos.
   - ¡Pero yo no elegí quedar encerrada en el Laberinto!
   - Eso no lo sabes. Hay muchas cosas que elegimos inconscientemente porque deseamos que sucedan. Continúa, por favor.
   - Bueno, el caso es que soñaba y soñaba cada vez más. Hasta que llegó un momento que no prestaba atención a las máquinas y los hilos sintéticos se me enredaban. Eso me sucedió al menos un par de veces. A la tercera me despidieron.
   - ¿No te das cuenta? -respondió entusiasmado el anciano-. Una parte de ti que aún no conoces hizo que te equivocaras deliberadamente para que pudieras salir de la fábrica y llegar hasta el jardín que habías soñado. A éste jardín donde yo te estaba esperando.
   - Nunca lo hubiera pensado -dijo Ariadna, muy sorprendida-, porque lo primero que hice cuando fui despedida fue entrar en el Bosque de los Lamentos para morir.
   - Morir, ésa es la palabra.
   - ¿Por qué lo dice?
   - Para nacer primero hay que morir. ¿No lo sabías? Entraste en el bosque para que pudiera morir la Ariadna que había existido hasta entonces. Sólo entonces pudo nacer la Ariadna que ahora busca el sentido de la vida en el Laberinto de la Felicidad.
   - ¿Qué le hace pensar que busco el sentido de la vida? -preguntó molesta.
   El anciano rió suavemente antes de decir:
   - Todos aquí lo buscan.
   - Yo sólo quiero salir del Laberinto...
   - ... para entrar en la Vida -añadió el anciano-. Pero nunca vivirás verdaderamente a no ser que encuentres el motivo por el que estás aquí, la razón por la que te levantas cada mañana. Ése es el sentido de la existencia y sólo tú puedes encontrarlo. ¿Para qué vives?
   - De momento, para hallar el centro del Laberinto, de donde salen las flechas de fuego.
   - Bueno, por algo se empieza.
   Ariadna se quedó unos instantes en silencio. Luego preguntó:
   - ¿Y no me podría indicar el camino hasta el centro del Laberinto? ¡Ya hace tres días que doy vueltas!
   - Insisto: recuerda por dónde entraste y hallarás la salida. Así de fácil. El Laberinto de la Felicidad es, en realidad, una jaula con la puerta abierta.
   - Tal vez sí -refunfuñó Ariadna-, pero yo no tengo ni idea de cómo salir de aquí.
   Al escuchar esto el anciano sonrió y bajó la mano suavemente hasta acariciar la cabeza del perro, que se incorporó alegremente meneando el rabo. Luego dijo:
   - Él te guiará. También es ciego, como yo.
   - ¿Un perro ciego? -preguntó asombrada Ariadna.
   - No te preocupes -concluyó el anciano-. Sabe oler los caminos que tienen corazón. Sabe ver lo esencial. Precisamente por eso es feliz y puede guiar a los demás.


Capítulo 12. Arenas movedizas

    El perro ciego llevó a Ariadna con calmosa seguridad por sinuosos senderos, plazas ajardinadas e incluso por un paso elevado sobre un estanque.
   Mientras se dejaba guiar, ella revisaba su cuaderno esmeralda, en el que añadió una idea de las muchas cosas que le había dicho el ciego del sillón blanco.

Para nacer primero has de morir

   Al final de un paseo entre dos ríos, Ariadna tuvo que detenerse porque las arenas movedizas le cortaban el paso. Como si al llegar a aquella tierra palpitante hubiera ya cumplido su misión, el perro ciego dio media vuelta y la dejó ante una decisión que sólo a ella le correspondía tomar.
   Después de apoyar el pie y comprobar que el terreno era pastoso e inestable, ella se quedño pensando si debía retroceder y proseguir la búsqueda por otro lado.
   Antes de decantarse or la segunda opción, sin embargo, vio que las burbujas de las arenas movedizas formaban un mensaje.

¿Adónde vas? 

   Ariadna pensó que era la tercera gran pregunta existencial a la que se enfrentaba como prueba. Puesto que había superado las dos anteriores, tenía la esperanza de que con aquella respuesta pudiera pasar al tramo final que llevaba al centro del Laberinto.
   Pero para ello debía responder correctamente a esa pregunta. Ariadna tomó un palito del camino y escribió sobre las arenas movedizas lo siguiente:

Al centro del Laberinto

   Esta respuesta no pareció convencer a las arenas movedizas, pues el mensaje se borró del fango tan pronto como estuvo acabado. Y la tierra caliente seguía bullendo sin invitar a pasar.
   Ariadna volvió a intentarlo y escribió:

 Al hogar del arquero

   Tampoco esta respuesta surtió efecto.
   Ariadna hizo memoria entonces de lo que había contestado a las dos primeras preguntas.
   "¿Quién eres?", se dijo.
   "Soy lo que yo decida ser", respondió.
   "¿De dónde vienes?", se preguntó.
   "Vengo de mí misma", contestó.
   Faltaba responder a la tercera pregunta: ¿ADÓNDE VAS?, pero la respuesta le vino sola, pues a esas alturas ya tenía claro cuál era su destino. Ariadna se inclinó nuevamente y escribió con el palito sobre las arenas:

Al centro de mí misma

   Al escribir esto de repente la tierra dejó de hervir y fue perdiendo humedad hasta secarse. 
   Entonces Ariadna pudo pasar al otro lado.


Capítulo 13. El camino de la mariposa

    Poco después de cruzar las arenas movedizas Ariadna se encontró caminando por puentes de madera que unían pequeñas colinas mientras la tarde empezaba a teñirlo todo con sus alas bronceadas.
   Aquella parte del Laberinto parecía estar mucho más concurrida que el resto, ya que a su lado pasaban constantemente parejas de enamorados, ancianos meditabundos e incluso algunos niños que hacían correr los balones sobre el paso de madera.
   "¿Tantas personas han perdido el sentido de la vida?", se preguntaba ella, sorprendida, mientras contemplaba todas aquellas personas en actitud festiva.
   De repente, entre un grupo de nórdicos con la piel tostada por el sol, apareció el cazador de mariposas, que se plantó delante de Ariadna y le preguntó:
   - ¿Sigues buscando la felicidad?
   Antes de que ella pudiera contestar, él mismo lanzó la respuesta:
   - Ceéeme: no vale la pena que la busques. La felicidad no se busca, se encuentra.
   - ¿Y dónde se encuentra? -añadió Ariadna.
   - En todas partes y en ninguna, porque la felicidad no es una meta, sino sólo un perfume.
   - ¿Un perfume? -preguntó ella extrañada.
   - Sí, es el perfume que desprende aquello que está bien hecho. Una puesta de sol perfecta, la carícia a un cachorro, la mirada de un ser amado, una canción sublime... cualquier momento inolvidable. Por eso no la puedes capturar como si fuera una mariposa.
   - Por cierto -recordó de repente Ariadna-. ¿Ya ha encontrado la Mariposa de la Luz?
   - Todavía no -reconoció é exhausto-. No se ha dejado ver todavía. ¿Sabías que mariposa en griego se llama psiké, lo cual también significa "alma"?
   - No lo sabía.
   - ¡Por eso debe de ser tan difícil de capturar! Cazar una mariposa es como cazar el alma, y el alma se pone en las cosas pero no está en las cosas. Es como el perfume de la felicidad. ¿Me sigues?
   - La verdad es que no.
   - Da igual. Tú sólo estate atenta y, si ves la Mariposa de la Luz, síguela. Ella te llevará hasta el centro del Laberinto.
   - ¿Cómo está tan seguro? -preguntó Ariadna.
   El explorador sonrió, miró a la muchacha con indulgencia y le respondió:
   - Esa mariposa sólo tiene 24 horas de vida. Por fuerza debe saber adónde va.


Capítulo 14. Los nómadas de la Luna

   Donde terminaba el Laberinto de puentes había una pequeña elevación llena de campamentos y caravanas con fuegos encendidos. Una veintena de nómadas se disponían a pasar allí la noche.
   "¡Qué grande es el Laberinto de la Felicidad!", se dijo Ariadna, que no dejaba de asombrarse por encontrar cada día nuevos parajes.
   Sintió frío y se acercó a una de las fogatas, donde una mujer robusta le dio un plato de sopa caliente y le echó una manta de lana por encima de los hombros.
   Después de cenar, Ariadna aprovechó para anotar en su cuaderno lo que había aprendido en su nuevo encuentro con el buscador de mariposas:

La felicidad no se busca, se encuentra

La felicidad es el perfume de las cosas bien hechas

    Tras guardar el cuaderno, Ariadna observó que sobre el campamento lucía la luna llena.
   Estaba a punto de quedarse dormida delante del fuego, cuando un coro de aullidos la despertó de golpe. Y lo más extraño fue que al abrir los ojos vio que no eran lobos lo que aullaban, sino los mismos nómadas que, con la barriga llena después de la cena, bailaban y dirigían las cabezas a la luna mientras emitían tristes aullidos.
   - ¿Por qué lo hacen? -preguntó Ariadna a un muchacho que cocía una patata al fuego.
   - Aquí, en el Laberinto, hace tiempo que se extinguieron los lobos -respondió-. Por eso aullamos por ellos.
   - ¿Y por qué? -insistió ella.
   - Cuando aullamos y nos dejamos llevar por el éxtasis del canto y del baile, nuestros miedos salen volando y se esconden en la cara oculta de la Luna.
   Ariadna no se atrevió a preguntar nada más. Pensaba que la gente del Laberinto era bien curiosa.
   En aquel momento la flecha de fuego surgió, como cada noche, del invisible centro del Laberinto y describió una suave parábola hasta extinguirse.
   Se preguntó una vez más dónde estaba aquel secreto centro del Laberinto, qué fuego ritual incendiaba aquellas flechas, quién era el arquero y por qué las lanzaba justo en el momento que ella podía verlas.
   Una vez más cayó dormida sin poder responder a ninguna de estas preguntas.


Capítulo 15. El revisor de vidas

   A la mañana siguiente, Ariadna descubrió que bajo la pequeña elevación donde los nómadas ya empezaban a desmontar sus tiendas había una estación de tren.
   Asombrada porque también pudiera haber algo así en el Laberinto, bajó por la suave colina donde había pasado la noche hasta llegar allí.
   Al ver una locomotora de madera con tres vagones de madera se preguntó si aquel viejo convoy efectuaría parada en el centro del Laberinto y pondría fin a su aventura.
   Ariadna entró en el último de los vagones, lleno de pasajeros que charlaban muy animados. Pero curiosamente, cuando la locomotora emitió un ensordecedor pitido y el tren se puso en marcha, muchos de ellos cayeron dormidos al instante.
   Entre éstos distinguió al explorador -vestido de blanco impecable como el primer día-, que roncaba ruidosamente apoyado en su cazamariposas. Delante de él estaba sentado el pigmeo, que parecía a punto de estallar en una formidable carcajada.
   A Ariadna le entusiasmaban los trenes desde muy pequeña, así que casi derramó lágrimas de felicidad mientras pegaba la cara al cristal y reconocía lugares del Laberinto por los quye ya había estado: los puentes sobre las colinas, el jardín del ivernáculo, el páramo de los tres pinos...
   Pero la felicidad son momentos, y un gigantón uniformado de rojo se plantó junto a ella para llamar su atención.
   Justo entonces Ariadna recordó sobresaltada que no tenía billete. Para tratar de salir del apuro sacó de su bolsillo el boleto esmeralda de la Gran Lotería de la Vida y se lo mostró.
   El gigantón lo tomó entre las manos gordezuelas y declaró:
   - No sirve de nada, porque no tiene cifras.
   - ¿Cómo que no sirve? -se defendió Ariadna, recordando lo que le había dicho el vendedor de lotería-. ¡Toca siempre!
   El hombre de uniforme rojo no pareció darle importancia a ese comentario y sacó del bolsillo un bloc de facturas y un bolígrafo.
   -¿De dónde viene? -preguntó-. ¿Adónde va?
   Ariadna no estaba dispuesta a contestar de nuevo a las preguntas que ya había respondido, así que contraatacó:
   - Usted, que le gusta tanto preguntar...¿Quién es?
   - Soy el revisor -dijo, sacando pecho.
   - Puesto que no tengo billete, ¿cómo va a revisar el mío?
   - No necesito ningún billete, porque soy un revisor de vidas.
   - ¿De vidas? -repitió Ariadna asombrada-. Los revisores de billetes tienen una pequeña perforadora para marcarlos. ¿Con qué instrumento va a revisar usted mi vida?
   - Con éste -respondió el hombre, entregándole un espejo redondo.
   Ariadna tomó en las manos el espejo. Éste le devolvió una imagen muy diferente de la que había visto la última vez en los lavabos de la fábrica de hilo, donde se había encerrado a llorar. Vio que tenía mucho mejor color de cara y que los ojos le brillaban como cuando era niña. Le estaban sentando bien aquellas vacaciones en el Laberinto.
   - Puesto que la cara es el reflejo del alma -dijo el revisor-, no necesito nada más para revisar la vida de los pasajeros. Usted no ha tenido miedo a mirarse en el espejo. Ahora le pido que me lo devuelva para que otros puedan revisar la suya.
   Muy contenta con lo que había visto, Ariadna volvió a pegar la cara al cristal y disfrutó del resto del viaje. Casi deseaba no encontrar nunca la salida del Laberinto. ¡El mundo "normal" le parecía muy aburrido en comparación con lo que sucedía allí!
   Mientras pensaba esto, el tren llegó al final de su trayecto en una estación destartalada en medio de un sembrado. En el andén, al aire libre, un rótulo oxidado anunciaba el nombre del lugar:

Espantamiedos


Capítulo 16. El Atraepájaros

   Los pasajeros bajaron con parsimonia de los vagones -algunos cargados con enormes bultos- y cruzaron el andén hasta salir al sembrado. Allí empezaron a hacer cola delante de lo que parecía un espantapájaros. Sin embargo a su alrededor volaban bulliciosas docenas de aves grandes y pequeñas.
   Ariadna se puso en la cola de aquella insólita procesión mientras se preguntaba cómo era posible que aquel monigote fuera tan poco eficaz a la hora de asustar las aves.
   Todos los pasajeros parecían entusiasmados ante la perspectiva de visitar el espantapájaros, aunque lo cierto era que una vez a su lado se limitaban a mirarlo unos segundos y luego regresaban por donde habían venido.
   Cuando le llegó el turno a Ariadna, se quedó pasmada al ver que aquellos palos no soportaban un monigote relleno de paja, sino un hombre de verdad que sonreía bajo su sombrero de ala ancha. A su alrededor decenas de aves revoloteaban piando escandalosamente.
   - ¿Qué hace usted ahí? -le preguntó ella-. ¿No se da cuenta de que no asusta a los pájaros?
   - Es que no quiero asustarlos. Soy un atraepájaros.
   - ¿Atraepájaros? No sabía que existiera algo así.
   - Que no sepas algo no significa que no exista -explicó él-. Además, ¿no te has fijado en el nombre de la estación?
   - Sí. Espantamiedos.
   - Pues ahora ya sabes por qué estoy aquí.
   - ¿Para espantar el miedo de los pájaros? ¡Qué tontería!
   - No sólo de los pájaros, también el de las personas. Fue idea del Maestro Obelisco.
   - ¿Quién es ése?
   - Él me contó el verdadero significado del espantapájaros. Es cierto que en principio asusta a las aves, porque se asemeja a un labrador que puede intentar matarlas para que no se coman las semillas. Sin embargo, cuando vencen el temor llega la oportunidad, ya que el espantapájaros señala exactamente el lugar donde pueden encontrar alimento. ¿No es fabuloso? Bajo nuestros miedos se encuentra el tesoro que andamos buscando.
   - Es una manera muy original de verlo.
   - Así habló el Maestro Obelisco: el miedo es el medio.
   - ¿Por qué el medio?
   - Es el medio para encontrar lo que necesitas. Pero primero deberás abrir la puerta del miedo: ella te llevará a lo que más secretamente anhelas.
   - Entonces el miedo es la oportunidad.
   - Sí, porque te permite conocer lo que estás buscando. Te pondré un ejemplo muy claro: el miedo a la muerte. Las personas a las que les aterra la idea de morir en realidad tienen un gran anhelo de vida, pero no se atreven a vivirla según les dicta el corazón. Por eso temen morir: porque les causa amargura abandonar este mundo sin haber cumplido con su misión.
   - ¿Y si no saben cuál es su misión? ¡No es tan fácil encontrar el sentido de la vida! -protestó enérgicamente Ariadna-. ¿Llevo cuatro días aquí y ni siquiera he logrado hallar el centro del Laberinto!
   - El miedo es el medio -repitió el Atraepájaros como toda respuesta-. Déjate instruir por él y encontrarás las semillas.
   Dicho esto, se despidió de ella levantando su sombrero de paja.


Capítulo 17. El secreto del camarero

   Después de esta extraordinaria conversación Ariadna continuó caminando en la dirección que le había señalado el Atraepájaros. Le había dicho que siguiera uno de los surcos del sembrado y que no lo abandonara hasta llegar a un muro de color rojo.
   El Atraepájaros le había asegurado que el centro del Laberinto se hallaba muy cerca de allí.
   Antes de ponerse nuevamente en camino, sin embargo, Ariadna anotó en su cuaderno lo más importante que había aprendido hablando con aquel hombre:

El miedo es el medio de descubrir lo que necesitas encontrar

    Tras andar un centenar de metros, el surco del sembrado desapareció y Ariadna se encontró otra vez caminando sin rumbo en un páramo donde sólo crecían hierbajos.
   Al llegar al muro rojo, que era tan largo como el horizonte, se dio cuenta de que ya había estado allí. Era la pared de piedra que había roto la primera vez al apoyarse sobre ella.
   Con la lección aprendida sobre los obstáculos reales y postizos, Ariadna golpeó el muro con las palmas de las manos hasta derribar una columna de ladrillos. Se había abierto una brecha suficiente ancha para que pudiera pasar al otro lado, donde para su sorpresa encontró la calle en la que había dormido tres días atrás.
   Al pasar nuevamente junto al CAFÉ DEL LABERINTO recordó que el camarero le había prometido explicarle cuál es el sentido de la vida.
   Nirvana no estaba limpiando los escalones de la conciencia, así que los subió despreocupadamente y entró en el bar, que en aquel momento estaba lleno de clientes tomando el desayuno.
   Ariadna se sentó en el único taburete vacío junto a la barra y se sorprendió de encontrar ante sí las tres tazas vacías, como la primera vez que había entrado en el café. Eso la convenció de que la estaban esperando.
   El camarero confirmó esa certeza al dirigirse a ella muy risueño y decir:
   - Bueno, ¿qué desea la señora?
   - Ya lo sabe: vengo a que me explique cuál es el sentido de la vida.
   - Eso haré. Pero no olvide que el sentido de la vida es diferente para cada persona y es usted misma quien debe descubrirlo. Yo sólo puedo contarle lo que he descubierto después de trabajar cuarenta años como camarero.
   Ariadna contempló expectante las tres tazas vacías mientras el hombre se ponía bien la armilla antes de iniciar, feliz y sonriente, su explicación:
   - He calculado que el contacto de un camarero con cada cliente que pide un café no supera de media un minuto escaso. Es el tiempo que suman el saludo y la pregunta: "¿Qué desea tomar?", lo que te pide el cliente, cuando pones la taza sobre la mesa, la hora de pasar la cuenta y la despedida cuando se marcha. Son muchos momentos diferentes, pero el verdadero contacto entre el camarero y el cliente no supera en conjunto el minuto.
   - ¿Y qué significa eso?
   - ¡Significa que es una oportunidad! Independientemente de la calidad del café, que es lo de menos, en ese minuto el camarero ante sí tres opciones o, mejor dicho, tres posibles resultados que dependen de su actitud.
   Tras decir eso el camarero hizo una breve pausa para buscar las palabras más adecuadas. Luego explicó:
   - En ese minuto puedes conseguir que la persona se marche peor de lo que has llegado si eres grosero. O bien puede irse igual que ha venido si lo tratas con indiferencia. Pero también tienes la oportunidad de que salga del café mejor de lo que ha entrado si le regalas un poco de amabilidad.
   - ¿Y eso es todo? -dijo Ariadna sin ocultar su decepción-. Pero ¿qué tiene que ver eso con el sentido de la vida?
   - ¿Éste Es justamente el SENTIDO DE LA VIDA!, y no sólo para los camareros. Todos tenemos cada día decenas de pequeños y grandes contactos con los demás. Nuestro reto es conseguir el tercer resultado: que su vida sea un poco mejor después de estar con nosotros. ¿Ése es el desafío, el premio gordo de cada encuentro!
   Al escuchar esto Ariadna se quedó pensativa. El camarero entonces le guiñó el ojo y se despidió así:
   - Y ahora debo irme: tenemos muchas vidas que mejorar.


Capítulo 18. El último vuelo de la Mariposa de la Luz

   Al salir del Café del Laberinto, Ariadna se encontró con una formidable sorpresa. Justo delante de la puerta revoloteaba una mariposa de luminosas alas blancas.
   - ¡La Mariposa de la Luz! -no pudo evitar exclamar.
   Ariadna se mantuvo a cierta distancia para no asustarla. A fin de cuentas sólo ella podía mostrarle el camino hasta el centro del Laberinto.
   La mariposa estuvo un buen rato revoloteando bajo el sol, como si dudara de cuál era la mejor ruta que había que tomar. Finalmente se decidió a volar temblorosamente hacia la izquierda de la calle.
   Mientras Ariadna la seguía a cierta distancia, recordó lo que le había dicho el explorador al referirse a aquella mariposa. Vuela hacía las luces que se mueven, y lo más importante: sólo tiene 24 horas de vida y por fuerza debe saber adónde va.
   Su ligerísima guía se detuvo junto a una casa de aspecto ruinoso, justo enfrente del Banco de Amor. Eso le hizo recordar que no había dado ni recibido ningún abrazo desde que habia realizado su primer ingreso.
   Allí sus fuerzas parecieron flaquear. La Mariposa de la Luz batía las alas de seda e iba perdiendo altura pese a sus esfuerzos.
   - ¡No te rindas ahora! -le suplicó al entender que estaba consumiendo sus últimos instantes de vida.
   Pero la mariposa había dejado de aletear y cayó oscilando en el aire como un pétalo blanco y puro. Antes de que cayera al suelo y fuera pisoteada por algún transeúnte, Ariadna la recogió en la palma de la mano, donde temblaba de manera casi imperceptible.
   - Aguanta un poco más -le imploró-. Quiero llevarte conmigo al centro del Laberinto.
   Entonces sucedió algo maravilloso. De la nada surgió una brisa que envolvió a Ariadna y le arrebató la mariposa de la palma de la mano para elevarla en círculos por encima de ella.
   Con la seguridad de estar asistiendo a un milagro, vio cómo el viento otorgaba a la Mariposa de la Luz las fuerzas que la habían abandonado y la elevaba por encima de la casa abandonada.
   Sus alas blancas y luminosas subieron y subieron como una estrella diurna que, llevada por el viento, se dirigía al centro del Laberinto.


Capítulo 19. La Casa de la Última Pregunta

   Ariadna se quedó boquiabierta. Tenía la impresión de haber contemplado el último vuelo de un ángel. Por esto mismo necesitó un buen rato para darse cuenta de la inscripción que había sobre el portal de la mansión abandonada:

Casa de la Última Pregunta

   La puerta estaba abierta. Ariadna entró lenta y sigilosamente, como si temiera molestar a los habitantes de aquel edificio en ruinas. Sin embargo, en su interior sólo encontró paredes desconchadas y nada más. Todas las habitaciones estaban vacías. O al menos todas excepto la que debía encontrarse tras una puerta de hierro, que era la única que estaba cerrada.
   Pensó que debía de ser el único espacio habitado de la casa, ya que había un felpudo delante de la puerta.
   Ariadna tardó un rato en darse cuenta de que el mensaje, la última pregunta que abría aquella puerta, estaba inscrito en el felpudo:

 ¿Qué haces aquí?

    Estuvo tentada de responder: "Busco el centro del Laberinto", pero sabía que ése no era el tipo de respuesta que abriría la puerta.
  Se trataba de algo mucho más simple y profundo al mismo tiempo. Ariadna se limitó a exclamar:
   - ¡Vivir!
   Lo había dicho con la seguridad de saber que no había ninguna otra respuesta posible. Y la puerta se abrió.
   Pero no lo hizo sola, como la de la Boca de la Verdad, sino que abrió alguien que estaba al otro lado: el cazador de mariposas.
   - ¡Felicidades! -exclamó mientras la claridad del jardín trasero deslumbraba a Ariadna-. Has encontrado la puerta que lleva al centro del Laberinto y a su salida.
   - ¿Eres el arquero? -preguntó ella con estupefacción.
   - En absoluto. El arquero te espera al final de este camino -dijo mientras señalaba un sendero entre muros cubiertos de hiedra-. Yo sólo soy un modesto buscador de mariposas. Mi propósito es ponerlas en el camino y ayudar a los buscadores de la felicidad. ¿Cómo piensas si no que esta mariposa ha llegado a la puerta del café?
   Ariadna observó que la Mariposa de la Luz ahora revoloteaba en el jardín trasero, como si tampoco ella pudiera salir de los muros que lo limitaban.
   - ¡Cuántos caminos he tenido que tomar para llegar hasta aquí! -dijo ella, dándose cuenta repentinamente de todo lo vivido.
   - La felicidad es elegir -dijo el explorador-. Mejor dicho: es vivir sin miedo a elegir. Nos perdemos en el Laberinto cuando permitimos que elijan por nosotros. Porque uno es aquello que elige ser, pero también aquello que renuncia a ser. Ahora debes ir sola, Ariadna. El centro del Laberinto te espera sólo a ti.


Capítulo 20. El centro del Laberinto

    A medida que se acercaba al centro del Laberinto, Ariadna empezó a escuchar el llanto de un niño. El camino entre muros avanzaba sinuoso como una serpiente y no le dejaba ver el final. Mientras tanto, el llanto se oía cada vez más fuerte.
   Antes de iniciar el tramo final de su aventura había anotado en su cuaderno esmeralda el secreto del camarero, que resumió a su manera.

Cada contacto con una persona 
es una oportunidad
para mejorar su vida

    También había tomado buena nota de la última enseñanza que le había dado el explorador y guardián de la puerta de hierro.

La felicidad es vivir sin miedo a elegir

    Con la satisfacción de tener los deberes hechos, Ariadna encaró el último tramo de camino y llegó a una estrecja plaza rodeada por un alto muro circular.
   En su centro una niña lloraba desconsoladamente. A su lado tenía un arco con la cuerda rota y un pequeño fuego que crepitaba.
   Ariadna comprendió que se hallaba en el centro del Laberinto y que aquella niña era el arquero que le mandaba señales de fuego cada noche.
   Se acercó sigilosamente hacia ella, pero no se atrevió a consolarla por miedo a asustarla. Sin embargo, tenía la impresión de que la conocía aunque no lograba saber de dónde.
   Ariadna se limitó a tomar el arco y recomponer la cuerda trenzando los hilos que la formaban. ¡De algo le había servido trabajar tantos años en una fábrica de hiladuras!
   Luego se arrodilló, entregó el arco a la niña y, acariciándole la mejilla, le dijo:
   - Tómalo y no llores más. Esta noche podrás volver a tirar tus flechas de fuego.
   - No será necesario -dijo la niña con el rostro radiante-. ¿sabes? Hace tiempo que te estaba esperando. Ahora que has llegado ya no necesito usar el arco.
   Mientras escuchaba esto, Ariadna miró el fuego en el centro del Laberinto. Sobre él, la Mariposa de la Luz volaba en una danza que era la viva expresión de la alegría.
   Ariadna sintió en el pecho el calor de una llama que evocó en ella viejas sensaciones olvidadas. La pequeña le dijo entonces:
   - Éste es el fuego de la esperanza, con el que impregnaba las flechas que te han traído hasta aquí.
   - ¿Quién eres? -preguntó con un hilo de voz.
   - Soy la niña que fuiste y habías perdido -suspiró dando un paso hacia ella.
   Con lágrimas en los ojos Ariadna sintió la necesidad de abrazar a la pequeña arquera, que se convirtió en pura luz entre sus brazos.
   Cuando logró dejar de llorar, vio que la niña había desaparecido.
   Pero no era así: ahora sentía que la niña que fue volvía a vivir en su interior. Miró entonces a la Mariposa de la Luz y vio cómo ésta se elevaba hasta fundirse con el sol. Justo en ese instante todos los muros a su alrededor se derrumbaron.


Capítulo 21. La Gran Lotería de la Vida

   Ariadna se encontró súbitamente en medio del bosque, en el mismo punto en el que se había quedado dormida.
   Al levantarse sintió palpitar es su interior la niña que había perdido y tuvo unas enormes ganas de correr, reír, jugar, amar,... En definitiva: vivir.
   Sin embargo, era tan intenso lo que había vivido en el interior del Laberinto que ahora se sentía triste y un poco asustada. "Es más fácil caminar entre muros que hallar el propio camino", pensó.
   Al recordar todas las personas que la habían ayudado en su búsqueda, como el explorador, la abuela del banco de amor, el camarero o el pigmeo, sintió que las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Se aferró entonces al boleto de la Gran Lotería de la Vida para que le diera buena suerte en adelante.
   Las lágrimas empezaron a desteñir el billete, dejando al descubierto un mensaje tras la tinta esmeralda. Había estado aguardándola allí todo el tiempo, porque hay verdades que se comprenden mejor con el filtro sagrado de las lágrimas.

Tú eres tu propio camino.
Si te eres fiel, 
allí donde estés
te encontrarás siempre
en el centro del Laberinto.


Capítulo 22. Epílogo

   Ésta es la historia de alguien que lo había perdido todo y se encontró a sí mismo -su mayor tesoro- en el centro del Laberinto.


Este cuento tiene dos alas,
como la Mariposa de la Luz,
y no se ha posado en ti por casualidad.

De ti depende que siga volando
para mostrar a quien lo necesita
el camino hacia el centro del Laberinto.

8 comentarios:

  1. Gracias, el jueves una mariposa blanca igual a la de tu foto se poso en mi vestido haciendome cosquillas con sus patitas durante casi una hora...me dejo tantas sesaciones que buscando su imagen encontre tu historia...

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  2. Gracias a ti por leerla. Si llegaste hasta ella es que la mariposa te trajo por algo. Espero que te te haya servido (ahora y en un futuro).
    Sé feliz! ; )

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  3. Es el libro entero verdad? Me ha encantado! Da mucho que pensar... :)

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  4. Este libro es hermoso, te da mucho en que pensar :')

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  5. Infinitas gracias x compartirlo!!!
    Te pasaste, un abrazo!

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  6. Te agradezco. me resultó valiosisimo para confirmar el sentido de mi vida,
    por que y para que me despertaré feliz cada mañana.
    Un afectuoso abrazo.

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  7. Al leerlo he identificado mi vida. Hacia mucho tiempo que un libro no me emocionaba hasta las lágrimas. Muchas gracias!

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  8. Al leerlo he identificado mi vida. Hacia mucho tiempo que un libro no me emocionaba hasta las lágrimas. Muchas gracias!

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