Una antigua leyenda china afirma que estamos conectados por
un hilo rojo invisible atado al dedo meñique del pie con las personas con las que estamos destinados a
encontrarnos, a pesar del tiempo, el lugar y las circunstancias. Este hilo
puede tensarse o enredarse, pero nunca romperse.
Bajo esta premisa, los chinos refuerzan los lazos que les
unen con sus hijos adoptados, ya que, según esta teoría, no son congénitos los
vínculos que estaban predestinados a unirles.
A los orientales siempre les ha obsesionado la idea del
destino. Fueron los primeros en preguntarse por él. Pero, con los años, siglos
y la evolución del mundo, esta idea ha acabado por cuajar en el mundo
occidental, de base más preocupado en las elecciones vitales y no tanto en
plantearse teorías sobre la predestinación.
Pero, curiosamente ahora, cuando vivimos en un mundo en el
que las comunicaciones entre las personas son más virtuales que reales, en el
que comunicación no implica comprensión, en el que estamos más perdidos que
encontrados, cuando nos empezamos a cuestionar esas interrelaciones. Redes
sociales basadas en la teoría de los 6 grados de separación, literatura New Age,
prácticas zen,… Todo parece responder a una necesidad de seguir en contacto, de
buscarle una explicación coherente y tranquilizadora al mundo caótico y
aparentemente desalmado que nos rodea, en un intento por “volver a conectar”
desde el punto de la evolución donde hemos llegado, con los medios que
actualmente tenemos.
¿Necesidad o conexión real? Sea como sea, no estamos solos
en este mundo que nos ha tocado vivir. Se puede creer más o menos en esas
teorías, sentir más o menos esos hilos rojos invisibles que nos unen a las
personas predestinadas a encontrarnos, notar más o menos esas conexiones; pero
es evidente que, precisamente porque no estamos solos, nuestras acciones tienen
consecuencias en los demás, en el mundo. Y no sólo en el mundo, también y sobre
todo en nuestras propias vidas, predefinidas o no. Percibir o no esos hilos e
interpretarlos tomando las decisiones adecuadas para nosotros depende
exclusivamente de nosotros.
Otra leyenda oriental cuenta la historia de un emperador que
buscaba esposa y, para ello, pidió ayuda a una bruja, capaz de ver los hilos
rojos invisibles que unían a las personas, esperando encontrar así su alma
gemela.
El emperador siguió a todas partes a la bruja, que acabó en
un mercado, se detuvo ante una campesina con una niña en brazos y le dijo a su
señor que ésa era su futura esposa. El emperador, altivo y arrogante, pensó que
la bruja le había engañado en sus capacidades y la empujo de una patada. Del
impulso, la bruja cayó sobre la campesina y la niña, y la pequeña se hizo una
brecha en la cabeza.
Años después, el emperador no pudo demorar más su
matrimonio, que fue acordado con una bella joven hija de un mercader pudiente.
El día de la boda, cuando el emperador levantó el velo de su futura esposa para
ver su rostro por primera vez, comprobó que ésta tenía una cicatriz en la
frente. Una cicatriz que le recordaba que su destino había pasado por delante
de él y que, al no querer verlo, había herido a la persona que estaba destinada
a amarle.
Creamos o no en el destino, con hilos rojos o sin ellos, las
decisiones y caminos que tomamos en nuestras vidas y cómo éstos afectan a la
gente que nos rodea son una responsabilidad que todos deberíamos aprender a
asumir. Ya no sólo por altruismo o amor al prójimo, sino por amor propio.
¿Y tú? ¿Le prestas atención a tu meñique?
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