sábado, 5 de mayo de 2012

El hilo rojo


Una antigua leyenda china afirma que estamos conectados por un hilo rojo invisible atado al dedo meñique del pie con las personas con las que estamos destinados a encontrarnos, a pesar del tiempo, el lugar y las circunstancias. Este hilo puede tensarse o enredarse, pero nunca romperse.
Bajo esta premisa, los chinos refuerzan los lazos que les unen con sus hijos adoptados, ya que, según esta teoría, no son congénitos los vínculos que estaban predestinados a unirles.
A los orientales siempre les ha obsesionado la idea del destino. Fueron los primeros en preguntarse por él. Pero, con los años, siglos y la evolución del mundo, esta idea ha acabado por cuajar en el mundo occidental, de base más preocupado en las elecciones vitales y no tanto en plantearse teorías sobre la predestinación

 Pero, curiosamente ahora, cuando vivimos en un mundo en el que las comunicaciones entre las personas son más virtuales que reales, en el que comunicación no implica comprensión, en el que estamos más perdidos que encontrados, cuando nos empezamos a cuestionar esas interrelaciones. Redes sociales basadas en la teoría de los 6 grados de separación, literatura New Age, prácticas zen,… Todo parece responder a una necesidad de seguir en contacto, de buscarle una explicación coherente y tranquilizadora al mundo caótico y aparentemente desalmado que nos rodea, en un intento por “volver a conectar” desde el punto de la evolución donde hemos llegado, con los medios que actualmente tenemos. 

¿Necesidad o conexión real? Sea como sea, no estamos solos en este mundo que nos ha tocado vivir. Se puede creer más o menos en esas teorías, sentir más o menos esos hilos rojos invisibles que nos unen a las personas predestinadas a encontrarnos, notar más o menos esas conexiones; pero es evidente que, precisamente porque no estamos solos, nuestras acciones tienen consecuencias en los demás, en el mundo. Y no sólo en el mundo, también y sobre todo en nuestras propias vidas, predefinidas o no. Percibir o no esos hilos e interpretarlos tomando las decisiones adecuadas para nosotros depende exclusivamente de nosotros.

Otra leyenda oriental cuenta la historia de un emperador que buscaba esposa y, para ello, pidió ayuda a una bruja, capaz de ver los hilos rojos invisibles que unían a las personas, esperando encontrar así su alma gemela.
El emperador siguió a todas partes a la bruja, que acabó en un mercado, se detuvo ante una campesina con una niña en brazos y le dijo a su señor que ésa era su futura esposa. El emperador, altivo y arrogante, pensó que la bruja le había engañado en sus capacidades y la empujo de una patada. Del impulso, la bruja cayó sobre la campesina y la niña, y la pequeña se hizo una brecha en la cabeza.
Años después, el emperador no pudo demorar más su matrimonio, que fue acordado con una bella joven hija de un mercader pudiente. El día de la boda, cuando el emperador levantó el velo de su futura esposa para ver su rostro por primera vez, comprobó que ésta tenía una cicatriz en la frente. Una cicatriz que le recordaba que su destino había pasado por delante de él y que, al no querer verlo, había herido a la persona que estaba destinada a amarle.

Creamos o no en el destino, con hilos rojos o sin ellos, las decisiones y caminos que tomamos en nuestras vidas y cómo éstos afectan a la gente que nos rodea son una responsabilidad que todos deberíamos aprender a asumir. Ya no sólo por altruismo o amor al prójimo, sino por amor propio. 

¿Y tú? ¿Le prestas atención a tu meñique?


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