domingo, 20 de marzo de 2011

¿Intentas decirme algo?

La realidad supera a la ficción. Casi siempre. Quizás porque ésta se basa en aquella para existir… Quizás…
Pero ni en la mayor superproducción hollywoodiense podríamos encontrar tanto que la supere y que nos supere como un telediario de los últimos días.
La historia es cíclica, pero a pesar de ello, seguimos sin pillarlo. Si, como en la ficción, existiera alguien inmortal (y no, no me refiero a los peatones que transitan valiente y felizmente por cualquiera de las calzadas de Palma…), si existiera alguien que hubiera vivido aunque sólo fuera los últimos cinco o seis siglos, lo vería bien claro. Pero nosotros no. Nos limitamos a dejarnos llevar, a actuar de la misma forma (somos humanos y, por ello, imperfectos y muy parecidos) año tras año, situación tras situación. No hay tiempo ni, por lo visto, capacidad suficiente para pararse a pensar un poco y ver qué hacemos mal para que siempre se nos repita la historia y, así, cambiar de estrategia, corregir la trayectoria y que dejemos de vivir “el día de la marmota” histórico-cíclico por los siglos de los siglos. Los periodos de “euforia” nos llevan a actuar inconscientemente, la inconsciencia nos lleva a la crisis, la crisis a la depresión, a la miseria y al descontento, el descontento a la ira y la ira a la autodestrucción. Y, todo este proceso cíclico no genera más que una gran bola de energía negativa, invisible en su forma pero notable en sus efectos. Hasta el centro la tierra lo nota. Y se queja. Primero con pequeños arrebatos, que van creciendo mientras sigamos acumulando esa energía negativa, ese proceso cíclico, esos mismos errores.
Y no lo percibimos. No entendemos lo que se nos intenta decir con esas protestas físicas, esa reacción en cadena. Y no lo entendemos porque ni siquiera nos planteamos que se nos intente decir algo.
Los seres humanos funcionamos por ensayo-error. Y llegamos a ciertas conclusiones y, los más atentos, a cierto aprendizaje (consciente o inconsciente) a base de golpes, de chocar con paredes que nos indican que no, que por ahí no es tu camino, que es por otro lado. Y te chocas y te chocas y te vuelves a chocar hasta que lo captas. Cada uno tiene un ritmo de aprendizaje y, por lo tanto, un número indeterminado de chichones vitales que no son más que medallas, pequeñas condecoraciones, marcas de guerra que recuerdan fases superadas, experiencias aprendidas. Pero parece ser que hasta que logramos mirarnos al espejo y no vernos como víctimas castigadas y golpeadas sino como héroes y heroínas de guerra, tenemos que tocar fondo, aunque yo prefiero hablar de tocar límite o más bien, tocar pared, tocar con la pared que, del propio golpe, nos hace reaccionar y entender que realmente “por ahí, no” y que todas las heridas y hematomas del pasado no tienen que hacernos más débiles, sino más sabios.
La Humanidad no es más que un conjunto de individuos. Un individuo colectivo. Y, como tal, funciona de la misma manera que sus partículas-individuos. Hasta que no llegue a su pared-límite no va a entender. Pero, ¿qué más tiene que pasar para que se dé cuenta de que “por ahí no”, para que capte la indirecta de una vez y lo transmita a la totalidad de las partículas-individuos que la conforman? ¿Cuál es su pared-límite? ¿Cuánta energía negativa es capaz de generar cada una de sus partículas-individuos y cuánta es capaz de soportar como individuo colectivo? Su cuerpo-tierra protesta; su cerebro-gobierno(s) está dividido, desconcertado y desorientado y no hace más que complicarse la existencia buscando soluciones que sólo son tiritas que cubren las heridas en lugar de desinfectarlas…
Y seguimos sin pillarlo. Seguimos sin pillar nada. Hemos llegado tan lejos que ya ni vemos dónde empezó la carrera. Y lo más preocupante es que tampoco somos conscientes de cuál es la meta que nos espera. Como individuos y como Humanidad.
Cuando sólo queden piedras, quizá dejemos de tropezar siempre con la misma.
El ser humano y su enfermiza tendencia al límite…

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